Mi pasión por las navajas artesanas de Asturias me llevó a Taramundi y allí a conocer y trabar amistad con muchos de aquellos artesanos, gente ya mayor, que trabajaba en fraguas muy precarias y conseguía unos acabados imposibles con aquellos medios. Eso fue hace muchos años, tal vez veinticinco o más. Fue así como lo conocí, para seguir pasando a saludarlo cada vez que regresaba por aquellas tierras. Siempre lo habré de recordar de la misma manera, como un hombre muy fuerte, siempre con su gorra y aquellos ojos vivarachos que parecían capaces de ver el alma de su interlocutor, con un toque personal y hasta un punto burlón. A mí siempre me acogió tan bien que ir a Taramundi era pasar por su casa y charlar un rato, siempre sin prisa, y hacer lo mismo y enredarme en otros talleres con otros artesanos, hasta que acababa haciéndose de noche.
Mario tenía esa memoria y esa pasión por el oficio que por una parte era como un libro abierto, apasionado, celoso al extremo en todo y sobre todo en lo concerniente a la saga familiar de artesanos de la navaja. No soportaba y se enfadaba él solo durante la conversación, si había algún tipo de dato que faltara al rigor y a la verdad en lo concerniente a su familia. Había que verlo con qué rabia me contaba, creo que era su abuelo, quien había pagado creo que mil pesetas para librar de la mili, si bien los datos ya me bailan en la cabeza. Por aquel entonces pagaba quien podía, para librarse de la mili que era ir a la guerra. Su padre le había dicho con buen criterio, que ese dinero lo sacaba en un año haciendo navajas. Esa falta de igualdad lo sacaba de quicio y ponía tanto ardor contándomelo que me parecía que estaba enfadado de verdad. En cambio contagiaba ese sano orgullo al hablar de cómo viajaba por temporadas el troquel familiar de las tres ces de la casa matriz de Xarrapo (de ahí el nombre de las navajas), de una casa familiar a otra según las necesidades de marcar las hojas los distintos artesanos de la familia. Lo mismo me contó de este trasiego, su hermano Ceferino
Por otra parte tenía esa pincelada de artista bohemio que perdía la prisa hablando contigo y era capaz de invitarte a ir con él al huerto, encima de casa a sembrar unas patatas con aquella azada de dos dientes (en Caso la llamamos fesoria y no las utilizamos de ese tipo) mientras te explicaba que la había metido en"la forxa" para adaptarla a su mano porque estaba muy cerrada. Eso suponía destemplarla, corregirla y volver a templarla. O ir a ver los chorizos que se estaban curando al lado de casa o aquella insistencia para que entrara a casa a tomar algo con él, haciendo gala de esa hospitalidad rural y milenaria.
Digo esto para que se entienda que con él el tiempo corría en otra dimensión , acostumbrados el resto a vivir siempre con prisa, sin tiempo para nada, que tal parece que nos falta tiempo para vivir.Por otra parte era capaz de hablar conmigo del precio que le parecía justo de las navajas, de sus navajas, de las que en cierta manera le costaba desprenderse igual que a muchos artistas les pasa con cada una de sus obras. Si alguien pretendía encargarle cantidad, creo que ni siquiera las hacía.En este tema y llevado de la prudencia, sí que me pesa, cuando le preguntaba si tenía alguna hecha, haber llevado una unidad, en vez de las cuatro o cinco que me enseñaba. Ya no era ninguna producción, era el mantenimiento de un hobby, algo puramente testimonial.
Presumía de haber manufacturado sus propias herramientas para el taller y haber retocado los aperos de labranza de uso propio, para adaptarlos a su medida, como otros adaptan un traje.
A mi amigo Pelayo Portugal, con quien compartí muchos de aquellos viajes a Taramundi, le hacía gracia su yunque inclinado, a la medida de la minusvalía de su brazo y no daba crédito que de allí salieran aquellos trabajos tan bien terminados.
Mario Castelao había nacido en 1923, igual que mi padre.Hablábamos con frecuencia de ello Los dos eran muy fuertes físicamente y los dos compartieron una vida de trabajo y sacrificios,cada uno en lo suyo, como el resto de personas de su generación. Hoy ya nos han dejado los dos, ambos muy longevos, Mario en marzo de 2018 y mi padre en enero de 2019.